Llueve como hace mucho que no llovía. Diluvia. Sí, no para.
Miro el agua y entiendo que tengo que cubrirme para encarar
la calle.
Pienso en salir igual, un vendaval no me espanta si sé que
tengo dónde llegar.
Necesito un paraguas que me proteja. Que quiera abarcar mi
aura y lograr que a pesar del gris opresor del horizonte, yo mire hacia arriba
y vea un cielo celeste saturado, inmenso.
Necesito unas botas de mil colores, que me lleven como a
Dorothy hasta el arco iris.
Necesito también, un impermeable con abrigo, que ponga a mi
corazón a resguardo.
Y así puedo estar, adentro o afuera, dispuesta para las olas
y para su posterior calma.
Preparada para ir contra todo y enfrentarme a todos.
Alerta para no dejar que lo auténtico pase de largo.
Porque todo tiene solución, todo lo malo acaba. También la
tormenta.
El secreto está en no confundir el alero de un edificio, que
nos permite no empaparnos o el ruido del televisor, que hace que no escuchemos
los truenos; con el cálido y verdadero sol, que entra por la ventana, cuando
menospreciando el peso, nos levantamos del sillón y la abrimos de par en par.
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